Durante bastante tiempo, meses en realidad, estuvimos aguardando la visita de la vieja señora. Conocíamos su deseo de que no se la molestara, y que ella nos buscaría en su momento. A un relojero, conocido suyo, le compramos una máquina soberbia, de esas que dan empaque y severidad a los salones. Allí gastábamos los días de espera, pasando las hojas del libro con desgana e inquietud.
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