15 de enero de 2021

Días cualesquiera, III

 Acerca de Adán en el paraíso las dudas superan a las certezas,

Salvando las opiniones de poetas e intérpretes.

En torno a Adán en el destierro las noticias transmitidas inclinan el balance a nuestro favor.

Los historiadores refieren su condena, 

El momento del viaje a la montaña,

Acompañado de la sacerdotisa blanca.


Solo a un inocente debemos el desastre,

Un hijo puesto en el mundo

Al que él no dirige la palabra,

Aunque lo ame ciegamente.

Adán es el segundo de la estirpe,

El primero que tiene el don de la palabra. 

El amor es anterior, eterno,

Ligando lo de aquí y el mundo extraño, el calor solar de los cuerpos y el vacío negro que viene del norte, allí donde nadie se ha atrevido.


En la cima de la montaña, envuelto por el viento, resguardado de los perros, Adán anticipa riesgos cuando observa las sendas abiertas, los ríos y las poblaciones asentadas en el círculo de su visión.

Un reloj de pulsera es la única riqueza del desventurado en su trayecto. Pero la sacerdotisa no pide saber la hora cuando mira hacia atrás y teme por él. Las comadres la aconsejaron cuando se puso en marcha: -Olvida a Adán, es un impostor y un incapaz. Eso le aseguraban.


En el reloj está grabada la efigie de una calavera, y las agujas hienden su sombra cuando dan sus pasos (uno lento y agazapado, el otro nervioso) y golpean al caminante que permanece ajeno, sin advertir las trampas.

Solo desde un lado la calavera muestra la verdad. ¿A quién creerás tú? ¿A la costumbre o a la instantánea revelación de lo que permanece bajo la superficie de nuestros retratos?

Un sendero baja por el otro lado,

El camino que Adán elige.

Entra decidido y cuando lo termine habrá muerto. (¿Por qué no habrá seguido los consejos de la mujer?)

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