Día de viento y temores,
Las almas perdidas salen de los callejones donde han pasado la noche, recorren las avenidas de los plátanos de sombra, y los olmos siberianos favoritos de los alcaldes provinciales.
Ahora son los coches los que braman y dan su paseo diario por la hierba, dejando por donde pasan una huella de luz tuerta de apenas unas décimas de segundo.
El hombre del kiosko de las 7:30 de la mañana sentencia que subir, bajar y morir es la verdad profunda de los seres, a pesar de lo que digan los periódicos de la mañana.
Esto lo saben hasta los olmos siberianos cuando se les pudre el tuétano y quedan a merced de las almas aladas del ventarrón nocturno que avanza sobre la ciudad como un ejército que promete pesadillas.
Las almas transeúntes, que en esta tremenda mañana de un sol de nadie, inquieren por los cuerpos extintos y olvidados.
Nace su fuerza, invisible y traicionera, de una rabia que no quiere comprender la indiferencia última del césped de los estudiantes, las máquinas ruidosas y el ajetreo de los mercaderes que comercian con todo género de sombras.
La única verdad será el amor, pero las horas del sol lo abrasan para confusión y eterno inicio de los mortales desprevenidos.
Así se contiene el mundo en una impresión comprimida, en un recuerdo forzado, de espacios e instantes en ciudades pequeñas y un tanto levíticas.
No digo su nombre, pero no errarás mucho si piensas en una amarga mixtura de J. y P., en un triángulo de la Hispania interior que queda hacia el sur.
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