El 22 de diciembre no es cualquier día. Sí para el mundo -el físico y el humano, ajenos a las debilidades del carácter-, no para ti: que no eres tú sino cualquiera que conoce lo absurdo del amor conjugado con el sol reflejado en el asfalto.
El 22 de diciembre comienza el mundo, no ese extraño de átomos, paisajes y ciudades, sino el que tú y cualquiera que reconoce las constelaciones absurdas de pasiones y relojes hirviendo en sus esferas trama en pensamiento y ocultamiento simultáneos.
Palabras, gestos, sonrisas y rictus, recordados con dolor y gozo envuelven eso que va naciendo en la conciencia del hombre entregado al mundo, el único y raro, este de prosa y música, de hermanos distanciados, padres ausentes e hijos, cada uno recogido en su región.
¿Saben los seres los unos de los otros?
Las reglas de la cortesía o ese calor que alumbra en los cerebros (es 22 de diciembre) determinan que sí, que los hermanos van a saber de los hermanos, y que los presentes van a cuidar de los ausentes.
El 22 de diciembre, en realidad unos días después, cuando enero ha comenzado con la misma gelidez que se fue el año, al cabo de un viaje atemporal para reconciliar el yo consigo mismo y su paisaje antiguo, se comprende que el alma es efecto ordenado del cuerpo y que la piedad es efecto obligado a los cuerpos heridos.
Sea el mundo esta aceptada continuidad de carne y de luz, propias y próximas. De padres, hijos y amores a salvo del tiempo.
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