En verdad que la poesía va a las catacumbas del establecimiento, vecina de la crítica y de la filosofía a un lado, y de las obras de religión al otro.
Tal destino le ha cabido al espíritu absoluto. A él, que destinaba.
Están las obras como peces abisales, en una imaginaria cubeta para hacerse una foto, sin conocer si son peces o ajolotes que sueñan lo que no es pero le conviene al deseo.
Quien sueña quiere olvidar su condición adivina, y a eso lo llama su posibilidad y refugio cálido.
A tanto no llegan las obras, que acaban desconociendo a su hacedor y destinatario.
La mayoría de las botellas, en efecto, se pierden en el mar, y el agua no conoce la inquietud de leer en su interior.
Así el universo contra la palabra, desmintiendo los signos de admiración para ilustrados de provincias.
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