Un 15 de febrero cualquiera renace el sol de nuevo, en calles, caminos y pueblos.
Demasiadas jornadas de sombra y silencio, de aquello que más tememos: el mundo oscuro, el de la falta de visitas.
Aprendemos a dejarlo, sin que los demás lo perciban. Este mundo, el claro, el de la luz y los ruidos familiares, es un hábito extraño en el curso de las cosas. Definitivamente el 15 de febrero no es como cualquier otra jornada.
Pesan los brazos y los actos rutinarios, los rostros se entregan, cuando lo hacen, con la dura opacidad de lo otro. Tu ausencia, quiero decir. El frío que eres sin que la tierra lo advierta.
(El gesto de la mano traza la línea definitiva: a este lado o al otro. Sobra con un equívoco, con un cruce de trayectorias, para que se interrumpan las conversaciones. Estos sucesos ocurren con independencia de clima y lugar y dejan un regusto sombrío en quien los piensa. Porque el silencio es terrible, el de un tiempo sin retorno, el que marcan los relojes en el mundo tenebroso de las barajas.)
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