Hace mucho calor y debe ser verano,
un martes bochornoso hacia mil novecientos setenta y tantos,
los días no pasaban nunca y las madres asustaban a los hijps con historias de bandidos puestas al día.
(No hacía tanto que esas historias habían sido verdaderas, por lo menos fragmentariamente y con vista al sesgo.)
Los niños, algunos, tienen miedo y miran a través de la ventana, en el piso de arriba, hacia el camino de tierra.
¡Cuánto daría yo por el pavor y el camino! ¿Cuánto daría si pudiera?
El hombre está abajo, indefenso y sin palabras. El orgullo es distinto, lo tiene y va dirigido hacia afuera, hacia el hijo. También la alegría y el dolor en entrelazada mixtura y en un sagrado silencio que es la voz verdadera que se guarda para los niños y no llega a decirse.
¡Cuánto habría dado yo para que hubiese sido dicha una vez!
Después, las almas son iguales, debió llegar la oscuridad cierta y el desánimo. Los finales y los arrepentimientos imposibles, porque los arrepentimientos no rentan para una conciencia sinceramente atormentada.
Pero en aquel momento para el niño era distinto: era martes, la luz caía a plomo para misericordia de los pobres y al fin la madre asomaría por el camino con la compra de la semana.
(Así guarda la memoria caprichosa instantáneas donde por ensalmo se contiene todo.)
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