13 de junio de 2020

Arístides Bénber es de origen germánico, lo cual constituye para él, y de rebote para los suyos, esposa y tres hijos, una pesada carga. Nuestro oriundo sufre un caso bastante grave de hipertrofia moral. Él no se considera ni ángel ni demonio, y hasta desconfía de la pertinencia de las ideas de bueno y malo para su trastorno. No es eso. Los hechos por los que fuera a la hoguera, o aquellos por los que fuera beatificado, permanecerían por completo externos a la verdad del asunto. Porque claro está que tampoco estamos hablando de sus intenciones y de un tribunal interior que las sopese. En general, Bénber cree que mantiene buenos propósitos hacia la generalidad de sus conciudadanos. No, tampoco es eso. Ni actos ni interioridades son causas u ocasiones de su mal. A nuestro hombre lo que le reconcome y no le deja ser feliz, aunque debería, es la idea de que no hay actos indiferentes, que las consecuencias del menor gesto pueden desencadenar la destrucción del mundo. Algo así es lo más terrible para él, que opina que el mundo es la propiedad del sujeto. Bénber tampoco piensa que los domingos estén ahí dispuestos para enmendar el desastre de los viernes, que es cuando jugamos a la ruleta rusa con total inocencia, inconscientes. Esto es, hablamos y hacemos, sobre todo esto último, y encendemos la mecha y ya no hay vuelta atrás. Salvados o hundidos. Sin avalista ni aseguradora que valga. Luego, los lunes, el trabajo, el anónimo cotidiano, volveremos a las andadas, a esa bendita ilusión de que quien sabe actúa, y por eso actúa. Pero es vana opinión, andamos a ciegas y los inocentes son los efectos colaterales.

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