6 de junio de 2021

G. D.

 Tras un sábado algo postmetafísico, en el que la lluvia impedía al hijo de algo observar los perfiles correctos de los castillos y los gigantes, llega el sol, por detrás de los anónimos edificios. 

Ocurre que, por algún sortilegio del enemigo emboscado en esta selva de incertezas, la tríada dialéctica e histórica ha transustanciado en la vera faz de Sodoma y Gomorra, como esa adusta verdad y amargura que queda después de la derrota de los signos: nada nos iba en el mundo, y no me refiero al siglo, sino a los salones y sus homólogos de hogaño; tampoco en el arte que santifica para siempre la explosión de las impresiones (¿esta eternidad se le ha prometido a los pobres?).

Sí, alguien ha hecho de las suyas en esta esquina de las estafas donde los transeúntes pasan de largo, sin pensar. Lo que había, nuestra costumbre, era una materia grave, hasta cuando se jugaba todo a los sentidos (hubo quien contrató el alma a tal fin), y ahora queda esta hiel, como una melancolía mañanera cabalgando a lomos de rayos de un astro tímido: quien no esté dispuesto a dar el salto a los polvorientos museos -se incluyen también las bibliotecas-, quien no esté por congraciarse con la vacuidad de lo aprendido en las celebraciones de esta convalecencia, ese mismo deberá pararse y reflexionar sobre esta guerra total que nos condenó a la extinción. (Sodoma y Gomorra como sustancias, y no solo como relación, como en un palimpsesto en el que desciframos el contenido escondido tras la guía de la materia exotérica. Esto es, el hijo del hombre derrotado por las manzanas que arroja el astuto a su paso. Aquí está el resultado: un saber huero que nadie nos enseñó a manejar.)


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