Con la boca cerrada, es el espíritu lo que obturamos
-horrible expresión maquinal para nuestra derrota: camino y fracaso-. La máscara corta el aliento y pierde el rostro y pone en fuga el deseo de los amantes, las confidencias de la amistad.
El alma es, sí, lo tapado, lo prohibido tras los terribles días de marzo, cuando se buscaba consuelo en los poetas del nuevo mundo y lengua bárbara, en sus crípticos versos traducidos y en la reserva capital de la cultura.
En realidad el sujeto siempre estuvo encadenado a la enfermedad, la propia y la de todos. En esa ubicuidad del riesgo, a su pesar, arrojaba proposiciones y versos, teoremas matemáticos y concreciones plásticas de esas verdades.
Civilización- así nombrábamos a ese milagro y sus comodidades: artilugios, museos, hoteles, amores.
Este año fue distinto. Marzo, malafamado por un olvidado clásico, nos enfrentó al espejo, encarados de súbito con la verdad. El miedo, una tormenta intempestiva en los cálidos salones de nuestros usos, es remedio cruel que pone claridad en la cabeza, franqueza en el corazón y calma en las pasiones.
Nos habíamos acostumbrado mal, como seres amueblados al gusto sueco y con mansedumbre chinoise. Todos a una, repetidos y felices, gastando domingos y veranos en alegrías de baratillo. Quiero decir con esto que estábamos conectados, olvidados de que el río, ajeno al programa, desborda. El ser no es el hombre.
Desde entonces, sonámbulos, huimos de la urbe. Hasta las tinieblas contienen los difíciles empeños y lugares de la huida. Por eso anhelamos la llegada de la noche, porque es marco de nuestras pretensiones, escena donde nuestra voluntad ejerce libre y a pleno rostro.
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