De Adán en el paraíso se recogen en las crónicas hechos diversos.
No vamos a dudar de la verdad de lo contado ni de la recta intención de los autores.
De Adán en la ciudad los testimonios son a la vez más escasos y más dudosos. Han pasado los años, muchos, lo que el hombre ha ganado en experiencia lo ha perdido en esperanza. Conoce bien que el fin está en cualquier camino, como dicen los filósofos que a esto no le echan cuentas: lo que es, es, y cuando no, a otra cosa.
En todo caso, los relojes solamente se compadecen de los imberbes. De ellos es el reino de la creencia.
¿Quién va a dar dos cuartos por las ideas del viejo? Sus hechos han de permanecer oscuros e ignorados, sus ideas huelen a alpaca en las noches sofocantes de verano. ¿Quién va a dar dos cuartos?
Miras las luces de la ciudad y sonríes a la música y a la luna.
Abrazas lo que tú eres. Cuando eres joven.
Ahora las luces se ven en silencio como un río distante: el murmullo se postula pero no se oye. El agua pasa -el tiempo-, eso lo dice el cuerpo.
La fiesta está allí, unas calles más abajo... Ahora bien: ¿Por qué el blanco y negro de los sueños, como esa pareja que sube la cuesta y pasa a tu lado? Él le pasa el brazo por el talle, como si fuera su oficio antiguo, mientras ella le habla de su hijo, de las dudas que tiene sobre los pretendientes de la madre. Sin embargo, tú eres el elegido, tú le pasas la mano por su talle de viuda, como si fuera tu oficio antiguo.
Veías -de esto hace años- a lo lejos las luces, el parpadeo de los semáforos, las farolas equidistantes y obedientes, acaso la chillona intermitencia de ambulancias y coches de policía -¿qué ha pasado?-.
La fiesta sigue, a una décima de segundo del desastre, a menos de medio metro, los muchachos ¡son tan inconscientes! A nadie se le esconde la vecindad íntima de la podredumbre y de las rosas.
De repente, un día... ¿Quién ha parado los relojes? ¿Qué ha pasado? ¿Quién ha detenido este río? El río eres tú o tu conciencia. Cuando Adán sale del paraíso acaba sabiendo que su ser es su conciencia, el grave espesor de sus pensamientos y su memoria. No hace falta que vaya lejos buscando responsables: la culpa es ser.
No entenderás la música, las palabras de la canción van y vienen con un eco extraño, calles más abajo y más allá un río que ha dejado de serlo, cuando aprietas grave en el sueño con tu mano la carne madura y sabia: ella eres tú, porque el hombre que la acompaña en la subida es demasiado joven. Maldad de la noche, que disuelve colores y trastoca papeles. Pero aquí hay algún engaño, una trampa inconfesable.
Una eternidad: entre tú y la música -¿una vieja tonada inglesa?-, apenas intuida, se interpone el mundo, lo real y existente tan frágil, correspondiendo a lo que sabes desde el éxodo -del campo a la ciudad-.
Me doy cuenta -¿es ya tarde?- de que el tiempo es el verdadero nombre del ser, por lo mismo que la eternidad es su negación, y por esto los dioses, ajenos a la obligación de los relojes, se nos esconden. Los dioses, o el único dios, tan solitario como tú cuando repites los pasos del desterrado pensando en los años que no te pertenecen.
¿Cómo puedes ser tan ingenuo? Basta con que un niño le pegue una patada a la clepsidra. O abra las manos dejando caer la arena.
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