10 de febrero de 2016

Los dones del sueño

Conocí una vez, cuando era un muchacho, un lugar que era un paraíso. Fuera de los límites de la ciudad se hallaba este mundo. Marchábamos, porque no estaba solo, con el agua hasta la cintura pero despreocupados, por un riachuelo que había al fondo de una garganta de paredes peladas. Remábamos con las manos, contra el agua, y eso creo ahora que es invertir el sentido del tiempo, desafiar los órdenes en su conjunto. Íbamos buscando algo, un origen o un sentido. Los cursos de agua vienen desde las montañas, y desde antiguo se han consagrado allí arriba templos e investido dioses. Fue mucho después que yo recordé este episodio. Estaba haciendo un viaje mucho más sencillo, y acompañado. Era una ciudad, tráfico y estaciones donde parar, casas donde alojarse. No recuerdo que hubiera gentes. En una habitación en penumbra comencé a escribir,  en un pliego que parecía de plástico, transparente, lo que conservaba de aquella marcha. Transformado en poema, recreado con sencillez y alegría: los dones se nos conceden una vez y conviene concederles un lugar en la memoria. Tenía dificultades para escribir en aquella superficie, que se arrugaba y ensuciaba. La plegué sobre mis rodillas. Escribía dándole la vuelta al pliegue, en el sentido del reloj, buscando un centro, que esta vez no estaba en alto sino en un centro: un destino, la muerte o el fin del sueño. Tan indistinguible de la vida diaria.

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