Cuando se despertó, el Senado seguía todavía allí.
Aristocles Jefferson, ilustre varón natural de la comarca de Uleila, sita en un valle remoto de la Sierra de los Filabres, fue un hombre de tan acrisoladas sapiencia y facundia que fue capaz: a) de comprender la definición funcional del Senado como cámara de representación territorial y, b) de explicarlo, de un modo que pareciera que lo entendían, a los parroquianos del Casino popular, con los que departía en las largas partidas de dominó y brisca que llenaban de contenido sus tardes. Sin embargo, así de limitada es la capacidad humana cuando se la compara en potencia con la ciencia divina, fracasó miserablemente, y petó su cerebro, en el empeño de dar razón de la esencia y existencia de las Diputaciones provinciales como órganos políticos intermedios de representación territorial no redundante ni onerosa. Digamos en alabanza suya y en perdón de su noble fracaso, que ni un superordenador del CERN, diseñado ex profeso para ese hercúleo menester, pudo hallar una prueba válida, en tiempo finito, de la necesidad de ese ente político. Antes al contrario, la computadora ora entraba en bucle, ora simplemente ardía.
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