3 de abril de 2009

Amor y burguesía

(Fortunata y Jacinta, II, cerca del final)

No conoce el amor quien carece de sentido del desprecio, quien se revela incapaz de dejarlo y a otra cosa. Entonces, vamos a pensarlo, el amor consiste en la habilidad para vivir, si ésta se manifiesta en la grandeza de ánimo que es capaz de seleccionar: esto sí, pero lo otro no...

El respeto: pertenece a la mujer y la legalidad. Cuestión básica para la percepción subjetiva del hombre, para la apreciación propia de su rol, y quizás esto no haya cambiado tanto pese a las apariencias y las prédicas feministas. Al varón, en efecto, la mujer respetable, la esposa santa y dechado de virtud, le pone delante el espejo de su miseria (la del varón), y un modelo inigualable (ella) para cuando quiera volver (porque se ha hecho demasiado viejo y su atractivo ha disminuido incompasivamente). La santa necesita de su p..., de aquella mujer torturada en cuya mente no ha clavado su aguijón la abeja de la virtud.

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Que situaciones así, en Fortunata... o en La Regenta, aniden en las novelas españolas burguesas del XIX, hasta dar en salidas de tono de nietzscheano sabor, de tal modo que en esos malentendidos seguimos malviviendo casi siglo y medio después (hombres y mujeres; los ángeles también), nos da que pensar en que un mismo aliento se extiende en ciertas épocas, sorteando valles y montañas, por doquiera. Exactamente: a la Razón, y a su dama Filosofía, a lo largo de una centuria que puede que todavía no haya acabado, se le puso un espejo delante para decirle que no se equivocara: que no era, ni mucho menos, tan bella; que habría de conocer las arrugas en el rostro y la irrebasable muerte.

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