En la paradójica profesión de saber e ignorancia socrática, en esa remisión especular del sí y del no, aparece incoada la voluntad de poder: el querer de la voluntad de verdad. Un querer o voluntad para algo. (Creo que a nadie se le escapa, en la plaza del mercado, delante de las muchedumbres democráticas, que están saliendo de la crisis, una confesión tan dañina, peor que herética, la de su propia nesciencia. Sucede que a alguien que habla así le tiene que haber traicionado su mente, y la duda o la desazón se le ha transformado en palabras. Pero está demandando ayuda, y realizando una promesa implícita de cambio. Ya sabré, ya podré, querría decirles a los conciudadanos que le toman por loco. Sin embargo, esto no se le escapa -ninguna palabra más escuchan los que han prestado contingente atención al demente-, y en el fuego lento del rencor se va cociendo el concepto filosófico y la autocertificación de su propia valía personal, su dignidad soberana y meritoria. A esta psicología le proporciona cuerpo textual su discípulo ausente en el momento del final. Pero Sócrates no lo sabrá nunca. ¿Por eso está vuelto de espaldas un Platón envejecido, a los pies de la cama, en ese cuadro imaginado muchos siglos después?)
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