27 de diciembre de 2007

Kafkiana brasileira

De ninguna forma podría llegar su voz al padre ciego, sentado al fondo de la estancia, mientras él temblaba acurrucado en la parte de arriba, a la espera de la madre. La idea que se hace de la distancia que tiene que atravesar su mensaje, la cual imagina enorme en su extensión, equivale para él a la imposibilidad de salir. Por eso el mundo es cada vez más pequeño: no infinito, sino infinitésimo, conforme va conociendo los requisitos para dar el primer paso y para que la voz pueda surgir de la boca. Podría creerse que se está contando un sueño, en el que no se distingue la posibilidad de la incapacidad. La distancia es enorme y es mínima, hasta la inexistencia, porque con los muertos no se habla -podría creer. Se puede esperar que hablen ellos con lo que se guardaron entonces, silentes al fondo de la estancia. Tú estabas arriba y esperabas: todavía no eras yo y no habías perdido. Mirabas por la ventana, hacia el mediodía. Los ojos, sí, los tuyos, no tenían que expresar más que el temor que te helaba por dentro, la falta de palabras cambiadas con el padre ciego: la insatisfacción de una necesidad, la vergüenza, que inocentemente es tanto objetiva como subjetiva, porque marca los límites de la representación que el niño se hace del mundo. El mensaje que no sale (el mensajero eres tú mismo, Yo), recogiéndose en un rincón cada vez más apartado, medroso de la distancia imposible de superar, va a constituir la sustancia venenosa de la existencia: ésta, que tiene que tomar la forma universal (por común) de la rememoración, se determina a partir de un instinto constantemente destructivo y rencoroso: el mundo es odioso porque la experiencia privada contiene una única trama culpable que va creciendo, más gruesa, gélida y blanca que la nieve.

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