29 de septiembre de 2011

También aquí debería haber dioses

Bastaría un cambio mínimo en la atmósfera del mundo, como una nube inesperada asomada por el cielo de septiembre, descargando sobre la tierra sorprendida, y otro tanto los seres que habitan en ella, bastaría con nada para que esta delicada articulación de humores en que se cifra la existencia y el persistir y esperar se deshiciera por completo, dejando la estupefacción en los rostros y los brazos caídos en los ánimos más fuertes. Los jóvenes que yo conozco están, por ahora, hechos de otros mimbres, y no son capaces de entender lo mucho que se depende, en estas edades avanzadas, de esta costumbre apenas incoada que consiste en verte y despedirme, como si yo estuviera al margen de los merecimientos, robando la gracia a un tiempo que no es el mío y forzando yo no sé qué relojes que marchan en el sentido de la luz y no revierten.

(Digamos que ha llovido esta tarde. Y que se tiene en el ánimo la fragilidad de un cristal que lo deja pasar todo. Una maldita sinestesia o sensibilidad ultrafina. Que en nada corresponde al signo de unos tiempos que han optado por la prosa garbancera.)

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