Entre la ciudad soñada y la ciudad recordada hay una estrecha relación. Como entre dos lenguas venidas de una misma madre, que se reconocen y entienden. Al sueño, esa ficción no culposa, han venido los hechos del día, hasta de ese epítome del mundo que son las crónicas deportivas, que han llegado para recoger el lenguaje de aquellos sucesos de Troya.
La casa es la misma, a salvo del tiempo. Un paredón de bloques de obra cierra por enfrente de la casa, cegando una de las calles que ahora recuerdo. Las gentes son las mismas, o por lo menos yo no las desconozco. En el bar han colocado un murete de piedra en la escalinata de entrada, inestable, peligroso para los niños.
Igual que el paredón de bloques, que se desplaza como un portón cuando el coche que gira a gran velocidad en el ángulo de la calle, un híbrido de R4 y 2CV, con un punto de lechera agiornata y pretenciosa, postmodern y de anuncio, hace un trompo y milagrosamente se desplaza hacia atrás, y con su portón trasero desplaza la pared que se abre como un portón abierto al descampado o a la oscuridad, no lo sé porque no puedo mirar.
En todo caso, lo que a mí me parece inexplicable es esa incongruencia de los hechos y los relojes, los caminos incongruentes o contradictorios de la experiencia en la que Hume quiso establecer un orden modesto, a rebufo de la metódica newtoniana.
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