Si yo tuviera al alcance de la vista un espacio amplio, como ese del norte en que el sol a veces luce lívido entre nubes ceniza y otras veces claro y rotundo contra el día, podría sentirme más nada que nadie, el último entre los seres. Debería callarme en ese caso, porque no puedo sellar con palabras la distancia, o quizás debería hablar un tanto, en forma de sentido homenaje a lo inmenso.
Sé que la ciudad es la forma personal de olvidar la pequeñez, con todas esas amplias avenidas y cuadrículas y torres, y los edificios con raíces tendidas hacia el cielo, acompasando la babel de los pueblos que se divierten y trabajan.
Pero quizás los árboles y el agua de los estanques convidan a mirar la verdad, a buscar la carretera que se dirige al interior de la provincia, en silencio y sin cuadrículas, con nada más que el desorden de los bosques y el espejo azul de los lagos. Y las hojas muertas al paso reflexivo de los hombres y mujeres en otoño, cuando se atreven a mirar al borde del camino y hacia lo alto.
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