31 de mayo de 2007

El regulador de horarios y el "Galug"

En julio del año 2032, en Écija, a donde me habían llevado ciertos pecadillos docentes (como la escasa vocación por la enseñanza, y la aun menor por el tránsito a través de los vericuetos-trampas burocráticos), yo, digo, ejercía de Educador ciudadano, con el rango de Profesor demérito, aunque me correspondía verdaderamente estar ya jubilado, pero no me lo había permitido la administración educativa, que tan bien vigila por el bien de las almas de sus ciudadanos, a causa de esos defectillos míos reseñados. No digo que les hubiera resultado efectivo el castigo, que no era el caso, pues yo ya estaba acostumbrado a defraudar las buenas expectativas que respecto a mi persona se hacían los jefes, sin demasiado costo -lo confieso- para mi conciencia moral endurecida (y yo diría, ay, que cínica). Podía soportar la larga jornada que el Regulador de horarios (El Infame) había dispuesto para los afortunados habitantes de la Hispania en la primera década del siglo XXI: todos los días de todas las estaciones de todos los años me tenía que levantar a las 6:30 AM, hiciera calor o frío (aunque esta circunstancia en la bella villa ecijana no era muy común, se producía tan de tarde en tarde que no se conocía ningún caso). Llevaba un poco peor que a las cinco de la tarde (05:00 PM) todas las tiendas y comercios del lugar estuvieran cerrados, con el fin (dispuso el Infame en su obra demoníaca) de poder conciliar la vida familiar y laboral. Los que tenían niños pequeños podían satisfacer sus largas horas de no hacer nada bañándolos y rebañándolos, ayudándoles a hacer los deberes y deshaciéndoselos (lo que los niños no acababan de entender), que ese había sido el antojo del ministro J. S., amo del Regulador. Sin embargo, los que éramos de edad avanzada no podíamos perdonarle al infame regulador las tardes y noches de tedio, mirándonos a la cara, sin niños que bañar, sin deberes de ningún tipo que hacer, anticipando el infierno a pequeñas dosis. Pero como tengo buenos sentimientos, aun eso le podía perdonar si me esforzaba un poco, pues sé que son muchos los llamados y pocos los elegidos, según la prédica religiosa a la que había acabado dando rango normativo la Junta de Andalucía. Lo que me hacía mesarme los cabellos de desesperación, a través de las capas de sudor que cubrían mi frente, era que ni en Écija, ni en ningún sitio del universo a donde hubiera llegado la influencia nefasta del malvado inspector de los relojes, era posible comprar un helado, pues todas las heladerías de la villa habían cerrado a las cinco de la tarde, a la misma hora en que salían los niños del Colegio general Primario y Secundario (no universitario), cumpliendo con la disposición más atroz de todas: la puntualidad, recogida en el mandamiento "No conoceréis más los diez minutos de cortesía, de salir antes o de llegar tarde".

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