5 de mayo de 2007

La cosecha de las farolas

(Memento)

Para ir de la parte baja a la parte alta de mi pequeña ciudad (A.), lo más útil -económico- es cruzar por uno de los puentes. A la admiración que siempre nos ha de producir este hecho -cruzar, viajar- se une el ingenio que las autoridades municipales han mostrado encontrándole un empleo a las farolas que jalonan el paso para peatones del puente. Estrecho como es, el viandante lento o presuroso habrá de tropezarse con unas láminas metálicas -algo más grandes que un folio- sujetas con unas abrazaderas de plástico a las farolas, colocadas en ellas a la altura de los ojos y a intervalos regulares, para que el paseante no pueda no ver. Cuando lo quiere el destino, sobre las láminas, y sujetas por las correas, se fijan las esquelas -como aviso del próximo oficio religioso- de los que han dejado este valle.

La luz arriba, al caer la tarde, la sombra abajo: delante de los ojos, al traspasar el puente, diciéndonos que alguno de los viajes tendrá un solo sentido. No deja de ser inquietante la visión de mis poco aristocrático apellidos -escritos, algunas veces-, aunque me consuele la certeza inmediata de que esas cosas uno no las lee en primera persona. Toquemos madera.

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Iniciativas así reconcilian el urbanismo y la filosofía: obligados los ciudadanos de paso a aprender a morir. Aunque no quieran. ¿Por qué quejarse de las advertencias de la Dirección General de Tráfico, o del Ministerio de Sanidad, si no hacen más que recordar esta sobria tradición ciudadana?

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La defensa liberal de la libertad individual hecha -no sé si a destiempo- por el ex-presidente Aznar disuelve el recuerdo constantemente presente de nuestros congéneres en la anomia granurbana: pues todas sus protestas (¿Quién le ha pedido que conduzca/beba... por mí?) se resumen en la aspiración a vivir por uno mismo, sin las intromisiones de unos otros que en las ciudades serían intolerables, por el número.

Argumento capcioso como el anterior -el mío- no dejará de tener un poco de verdad, si se examina más atentamente. Por cierto, la defensa liberal de la libertad constituye un acto de fe, al basarse en un círculo lógico (un vicio en el razonar, aunque se prestigie como autoposición ética). Otra cosa sería la defensa de la libertad basada en la verdad, lo que quizás nos conduciría a atolladeros políticos y existenciales que puede que no nos gustaran...

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