21 de noviembre de 2021

Déjeme aclararle que no me gusta recordar, y menos en estos momentos...

No me precio de memoria, ni de muchas otras cosas, y las veces que me he esforzado por revivir algún hecho lejano o cuando alguien ha mencionado que sí, que aquella vez, etc. no me quedó más remedio que encogerme de hombros y señalar mi incapacidad. Será verdad o no lo que me dicen que pasó, o lo que dicen que dije...

La tradición religiosa es materia diferente, déjeme aclararle que no soy practicante aunque respeto. Me refiero no al culto, sino al poso que dejan en la conciencia, albacea no siempre confiable de la memoria, las enseñanzas mejor o pero recibidas acerca de la responsabilidad, el deber y la culpa. Escribir esto en otros tiempos quizás me señalaría como hereje, no sé. Quizás he entendido mal el mensaje evangélico, a mí me ha quedado lo acerbo, la visión súbita y la presión cordial. Por ejemplo, si aquellas decisiones mías y lo que arrastraron consigo podrían haber sido de otra maneras más claras o limpias, y no haber jugado con fuego. Tampoco me gusta confesar, de qué puede servir ahora a nadie, ocurrido el desastre. ¿No hay también una reinserción moral, mediante la que somos facultados para emprender la vita nova?


Miro desde arriba: un hombre de mediana edad sube por una escalera estrecha, con los peldaños muy juntos. Mira hacia arriba, y no estoy seguro de si es mi padre o soy yo mismo, si es una proyección de mi conciencia (pero no estoy soñando) o soy yo mismo obligado a sufrir los mismos quebrantos. La culpa incita a la vita nova, si se es optimista, o a la repetición, si se es un creyente en el lado determinista de la libertad, o sea, que alzada la mano o pronunciada la palabra no hay ya vuelta atrás.

Palabras. Nada más. No es agradable recordar, pasados los cincuenta. Pero las noches son traicioneras.

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