Después de bien pasados los cincuenta nos enclaustramos en una cabaña en el bosque,
En una ciudad peninsular cualquiera, equidistante de los tiempos, de lo ido y lo temible venidero.
Desde el balcón se ven a la izquierda los árboles del parque, a la derecha, en el trasfondo de la calle y muy a lo lejos, por encima de unos árboles distintos, la montaña vieja, pelada y gris. (Este no es mi paisaje pero de algún modo me he traído conmigo el tono de la tierra, la falta de lluvias y la jubilación de los responsables de la empresa.)
Una cabaña puede estar en una calle poblada y antigua, con tal de que esta maquille su cara, con licencia municipal, nuevas gentes y el podado tan conveniente de los árboles que obstruyen el horizonte.
Así, la calle es una y es otra, hilvanando generaciones e historias que se desconocen, gentes que son de aquí y de allá, de al otro lado de la montaña y el río. El lenguaje es el mismo, los hijos son comunes.
No me gusta el nombre de esa calle, no es congruente con el blanco de las casas ni con la luz deseable de todos los años. Desazona el nombre para quien quiere habitar en un bosque, como esos de Nueva Inglaterra, tan cerca de los campus y de las, impropiamente dichas dado el lugar, tiendas de ultramarinos.
(Si yo quisiera repúblicas, moderadas y pacíficas, cambiaría la denominacion de la vía, por una más laica como la de la esperanza, aunque sé que esto es olvidar que es la caridad aquello que se da entre hermanos, si de veras lo son. De la misma lengua, hijos de una tierra compartida.)
Bien pasados los cincuenta, como así acaece en esta configuración del azar sobrevenida que somos, la cabaña imaginada tiene las paredes llenas de libros y ninguna ambición enturbia la atmósfera. Si acaso, la fantasía produce la imagen de una chimenea y un gato haragán en el piso de abajo.
Pero nunca olvidamos al niño que juega en la playa, de quien es el reino.
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