Para el cerebro, antigua sede del alma, algunas acciones son preceptivas: mirar la montaña, mirar antes al suelo, surcar las ramblas, visitar la urbe eterna, llevar el día con un orden.
Los sonidos son hoy escasos: algún vehículo, los ladridos de los perros, de los ingleses o no. Pero la luz abunda. No digo su cantidad, sino su calidad. Y abunda más en proporción al silencio.
En la urbe eterna, arquitectura de Carrá pero al mediodía, colmena silenciosa, moran algunos que no sabía, y otros de los que desconocía el nombre pero no la cara.
Cuando el alma tomaba asiento, a esas acciones las llamaban ritos. El bienestar de ahora, antes era perfección. El nombre es identico: felicidad, aunque la trama difiere en casi todo. Lo común es el cosquilleo en la boca del estómago, conocer qué todo está hecho de cristal y que lo sólido se resuelve en frágil con un golpe de viento.
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