La razón de ello es clara: el hombre, sea el otro o sea yo, no tiene un ser fijo o fijado: su ser es precisamente libertad de ser. Esto trae consigo que el hombre mientras vive puede siempre ser distinto de lo que ha sido hasta aquel momento; más aún, es de hecho siempre más o menos distinto. Nuestro saber vital es abierto, flotante porque el tema de ese saber, la vida, el Hombre, es ya de suyo también un ser abierto siempre a nuevas posibilidades. Nuestro pasado, sin duda, gravita sobre nosotros, nos inclina más a ser esto que aquello en el futuro, pero no nos encadena ni nos arrastra. Sólo cuando el Hombre, el tú, ha muerto, tiene ya un ser fijo: eso que ha sido y que ya no puede reformar, contradecir ni suplementar. Este es el sentido del famoso verso en que Mallarmé ve a Edgar Poe que ha muerto:
Tel qu'en lui-meme enfin l'Eternité le change.
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