19 de julio de 2011

Conviene fingir recuerdos...

Las noches de Avicena, enfrentado a la materia ininteligible* de un texto que nadie escribió así: la Metafísica de Aristóteles (Avicena contaba, de añadido, con la desventaja de no haber leído a Pierre Aubenque), con un vaso de vino para pasar las horas y el trago del ser y sus sentidos predicables...

"El vino es el amigo del sabio y el enemigo del borracho. Es amargo y útil como el consejo del filósofo, está permitido a la gente y prohibido a los imbéciles. Empuja al estúpido hacia las tinieblas y guía al sabio hacia Dios."

La manzana que en su sempiterna caída suscita el recuerdo de una ley. Es la actio in distans de Dios; digamos el dedo de dios que, señalando, no deja que nada se escape: "Hay una potencia, como esa que aquí llamamos gravedad, que se extiende a todo el universo"; dios ubicuo en su ley según los mandamientos descifrados por Isaac N.

De la misma manera que un olor evoca el recuerdo de un mundo perdido (el alerce o el dulce; Sh. o P.), o que el esclavo demostrador convence a su señor (en aquella orilla de la playa del diálogo) de que seguro que hay algo más alto y ahora está hablando en el teorema...

* /Avicena/ aprendió la medicina sin unos estudios o formación  académicos y, según su autobiografía, consideraba esta disciplina como una “ciencia no difícil”. Parece ser que la Metafísica de Aristóteles, que Avicena reconoció haber leído 40 veces sin entenderla, fue el único tema que le resultó realmente difícil. Gracias a los libros de Alfarabi, conocido entonces como “el segundo maestro” (Aristóteles era el primero), Avicena encontró una salida a esta situación, que para un genio como él resultaba frustrante.

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