26 de marzo de 2007

Misologías

El odio a la razón

De repente, hemos comprendido que nuestra misma existencia constituye una maravilla sobre la tierra. Porque existimos, todo se nos debe: la mínima piedrecita del camino la ha puesto sólo la maldad de los otros.

Hizo falta, bien es verdad, que nos deshiciéramos de los viejos cuentos: Dios no nos expulsó del paraíso. Seguimos en él, según nos prometen las religiones políticas. Nuestros mayores dejaron de creer en ellas hacia el final del siglo, y pretendieron sustituirlas por otros conjuntos de creencias más fáciles de llevar, menos rigurosos. Sin resultados, puesto que -humanos- adoramos la sangre, la ajena. Hemos vuelto a confiar en las ideas y en los predicadores: los rebaños necesitan de sus pastores, tanto más adorables -para nosotros -tan humanos, tan bellamente inocentes- cuanto menos constreñidos -nuestros gobernantes- por las exigencias de la lógica.

Realmente no somos culpables de nada. Los mayores dejaron de creer en la religión de las ideas, pero no tuvieron el coraje de comportarse como adultos -escépticos y tolerantes-, ni de dejarnos ser adultos a nosotros. Al ser jóvenes, se comprende que el derecho está con nosotros (se debe entender que es lógico que, como mínimo, lo pensemos), que al hablar lo decimos y lo promulgamos, a través de la fuerza de los hechos: si nos queremos emborrachar, es ésa nuestra razón, y nada más. Somos jóvenes, no te vayas a pensar, sin edad, algunos ya canosos y empezando una nueva vida: hemos vuelto a conocer la belleza del hombre.

Nuestra misma existencia representa una maravilla sobre esta tierra. No tenemos que asustarnos por las palabras, no tenemos que obligarnos a causa de los deberes que contienen en su interior. Libertad es todo, y no puede querer significar solamente la igualdad formal, la mala justicia de un imperio que muere, dependiente de la verdad antigua: libertad es la igualdad de los iguales, como también la desigualdad de los diferentes. La religión muerta quiso expulsarnos del paraíso y convencernos de que los hombres son iguales en las lágrimas: hemos de reconocer que la verdad está en un sitio muy diferente, porque los hombres son hijos de la tierra y no de la razón. /No queremos la gravedad de las voces, deseamos que el lenguaje también sea leve./

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(Lecturas)

Fukuyama, en aquel tiempo, debía participar del discurso del fin de los relatos de emancipación (según el libro venerable de Lyotard). No decía otra cosa, sino la misma retirada, del mundo histórico, por parte de las religiones políticas de origen ilustrado; es decir, hegelianas y positivistas. Acerca de esas postrimerías se sigue discutiendo, sobre el mismo tema se articula la escritura: de la muerte del sujeto, y del autor, en primer lugar. En efecto, abandonada la (idea de una) libertad que debe venir a todos con el fin del tiempo histórico, se pierde también el valor del método de las evidencias racionales para llegar hasta ella; un valor sirve igual que otro, la mentira y la contradicción pueden circular libremente en el curso de las palabras. Nadie va a pedir explicaciones. ¿Quién va a pedírselas al político desvergonzado?

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