Desiderio Plof, alias Diego Rancieri, ha comprado casa en Alcóntar, en el lugar de allí donde el río hace recodo y los paseantes se sobresaltan al cruzarse, tan abrupto es el quiebro. Plof, o Rancieri, huye de la fama que le ha granjeado su patente. Ha pergeñado una logomáquina que haciendo uso de escasas luces obtiene unos réditos bien interesantes, pues atrapa a los incautos como la miel a la mosca. Su procedimiento no por sencillo es menos eficaz. Pesca en el mar epistémico un atrincherado concepto, verbigracia "cultura", y sirviéndose luego del eufonismo de un vocablo que se le antoja asaz viable para su empeño, v. gr., "distorsión", procede a consignar los venerables elementos que recogió Tylor en su tabla, como "cultivo". Cultura es el processus distorsianante que separa los idénticos en campos adyacentes, en cultivos que son parte o no son parte de cultivos. Así, siembra la duda en la mirada oculocéntrica, o en la mente que la sostiene (si tal acaeciere): obra de arte o bifaz, como una puerta giratoria que va del uso del salvaje al museo donde los ignaros acólitos de Rancieri, que se han dado una vuelta intempestiva por la clausurada ciudad castellana, aguardan la hora intemporal del aperitivo. De estos y otros corolarios mentales y reales quiere escapar nuestro afrancesado, temeroso de la tormenta lenta y fatídica que ha desatado con sus pronunciamientos.
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