30 de noviembre de 2010

Un verano olvidado

En el año de 1910 me fui, como un salvaje, a vivir en el bosque, igual que si hubiera encontrado una isla para mí. Por debajo de mi bosque pasaba un río, aunque yo no logré escuchar nunca su rumor---

Logré olvidarme de todo y de todos, hasta del tiempo que pasaba, exceptuando aquellos días tan ardientes que yo creía morir de desesperación. Por la noche miraba las estrellas, como un ermitaño perdido. Yo era el ermitaño perdido. Encima de un río que nunca logré escuchar. Me despreciaron o no, yo no lo sé. No me importaba, pues llegué a deshabituarme al trato de las personas. Por la noche miraba las estrellas y pensaba en el sinsentido de su luz, en el absurdo de unas dimensiones que no estaban hechas ni para mí ni para nadie. Tanta distancia producía un helor casi absoluto, me decía que para la muerte no faltaban más que esos pocos grados restantes del origen: el ruido que me llegaba del cosmos desde cualquier lado hacia el que yo mirara. Ni esos escasos grados el origen del mundo, cuando le estalló el corazón y empezó todo, tenía yo en mi isla o en mi bosque, ya no sé. No escuchaba nada. El calor bochornoso de la noche de julio o de la noche de agosto, un silencio punteado por las cigarras y una lámpara que se encendía en la casa de los vecinos, a una cuadra o a cien mil yardas de mí: ésa era mi vida. Yo no escuchaba nada, igual que mi padre toda su vida (¿olía él a pólvora en 193-?), lo mismo que todos los padres cuando mueren. Me dolía el cuerpo igual que a un perro, y era tan valiente que me enorgullecía de las heridas y cerraba el caudal de las lágrimas. No sé si es eso lo que les corresponde a los hombres. Sé, sí, que los hombres han sufrido mucho más y que todos, cuando terminan, sufren todavía más. Acepto para mí ese saber.

1 comentario:

Anónimo dijo...

OTRO BUEN COMIENZO,PARA OTRO BUEN CAPÍTULO DE OTRA BUENA NOVELA