16 de octubre de 2010

Érase una vez

Cuando veía cine yo creo que era un hombre mejor. No un hombre bueno cabalmente, lo que quizás resulte imposible para mí. Sí, de cualquier modo, un hombre mejor que lo que soy en este momento. Un hombre, por lo menos. Coleccioné, grabando de la tv a vhs más que comprando, un montón de películas. Una de las que compré fue Ikiru (Vivir) de Akira Kurosawa. Al personaje protagonista le comunican que está muy enfermo, que le queda muy poco de vida, y entonces se pone a lo que enuncia el título de la película: vivir. Aquello que no ha hecho. Por las calles y lugares de una ciudad nocturna, realzada por el blanco y negro del film, vamos acompañando el crepuscular renacer al mundo de un condenado. Conoce el mundo, la fiesta, el amor y el duelo. (También conoce, sí, anticipadamente, el duelo.) En esos meses el mundo existe para sí, para él mismo, por la única razón de que ha decidido participar en él. Para nada, para que quede en su conciencia, igual que queda en la conciencia del moribundo el libro que le lee su amiga. Esto mismo, participar en el mundo, le hace mucho mejor de lo que era. Como debía hacerme mejor a mí ver esta historia de humanidad, viviendo vicariamente la vida de otros, en vez de dejarme llevar, como ahora, por los modos de calamar resentido que ensucia cuanto escribe. Me imagino que hay algo más, y que el descensus ad inferos del enfermo tenemos que interpretarlo como la veladura de armas de la razón poética, el paso por el fuego y las posteriores cenizas del hombre existente, para volver después depurado en palabra, en decir y verdad. Bien, es algo que puede ocurrir o no: te toca bajar, caerte y humillarte, volver a lo mismo, al mismo error, en una espiral en la que vas perdiendo la luz y las referencias, el común. Hasta el lenguaje se vuelve opaco, duro, pesado, lento. Se vuelve todo aquello que no es la inteligencia consistente en alegría y en luz. Algo que puede ocurrir o no: porque puede que no vuelvas a subir, que nada se sabe; y puede que quien lo sepa haya registrado en su memoria tanto horror que no encuentre las palabras o no quiera decir lo que ha visto o sentido en su caída, sometido a la fuerza de una pasión que le hace declinar y rendirse. Ahora bien, el que retorna no dispone más que de un tiempo limitado si quiere contar algo, y no tiene medios de saber, lo que es peor todavía, la cantidad de tiempo de que dispone. Llamado a decir su razones, a escribirlas, debe estar dispuesto a existir en compañía de una soledad que no puede permitirse el mostrarse rencorosa con la existencia. Debe mostrar el sol, la luz del campo y la luz de los niños, la alegría recuperada y todo aquello que se eterniza en los hombres por las dos únicas fuerzas conocidas y vigentes: amor y esperanza.

Ps. Sé que mi memoria es traicionera fingidora y que la película no es exactamente así.

Ítem más, en otro tiempo.

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