14 de marzo de 2010

Los mundos de Poe, qué bien!

Cualquier cosa es signo fatal, huella del crimen o corazón delator. El cuerpo y el alma están surcados de pruebas. Un vago malestar o la indiferencia anímica constituyen algo así como la firma, el reconocimiento de unos sucesos. Se rubrica al pie, y luego (¿ilusamente?) se pretende la paz.

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Se acepta el final de las vidas, qué remedio! No se acepta tan fácilmente el absurdo subsiguiente a una falta lógica, a una falla del discurso que se nota incapaz de facilitar explicaciones, palabras, motivos, etc. Con lo cual estamos reconociendo implícitamente la vecindad del logos (así, sintéticamente) con el mal, en cuanto sirve para arroparlo en excesos verbales (ideologías). No consuela, pero distrae. La razón (el verbo), que inventó la humanidad (que la inventó o que fue, al contrario, inventada por ella; tanto da), impide quizás paradójicamente que se vea aniquilada por su propia mano a causa de una insoportable desesperación muda.

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