10 de septiembre de 2006

Barrio Alto

I.
Contemplado de lejos, sin tener que acercarme, voy mirando la combinación de luces y casas en el terreno de greda. Éste parece poco firme, igual que las historias que allí hayan sucedido, aunque no puedo dejar de creer en una forma extraña de autenticidad, algo ajada, distante del desastre postinmobiliario. No soy romántico, o lo soy a trasmano: los edificios flamantes y horrendos de ahora darán milenios de hermosas ruinas. Por ir a contrapelo, o no atreverme a entrar en ese barrio, lo tengo que ver de lejos, anticuado, agarrándose vivo a la montaña movediza.
II.
El crítico de la cultura, paseante de los libros, está preparando siempre la alegoría: su vida sucede en un segundo grado, porque la vida actúa sólo en el primer piso del edificio; también el lenguaje y la verdad, de cuyo roce emergen las relaciones y la amistad. Cuando voy a subir, al mirar hacia la puerta, si se tiene la suerte de encontrarla entreabierta (se esperan visitantes, y algunos de ellos se convierten en habitantes nuevos), tengo que reconocer lo que pierdo al vivir en un segundo piso: paso de largo y luego me llegan nada más que ecos, para los que, encima, soy algo duro de oído.
III.
Buscando un sentido, el paseante encuentra guijarros, esos primores de lo vulgar tan admirados. Como un hallazgo así sólo sirve para la ironía (quizás una mueca de desprecio, rápida, leve), vale más abandonarse a la ocurrencia lingüstica, el automatismo generador del diálogo que posiblemente acabe en disparate. Si la lengua y la mente obedecen a la sintaxis profunda, la máquina de las frases, bien engrasada y alegre, puede llevar, no obstante, a otro lugar de verdad. No quiero decir utópico, porque lo otro y diferente lo conozco más bien como pesadilla; pienso más bien en un asombro inefable, el propio del hallazgo no buscado y que por eso no se libra de las dudas. Proponiéndome una imagen paisajística, no sé escoger entre un pozo, un valle o el curso de un río, aunque todas ellas me parecen vincularse a un viaje a la alegría y la muerte, indeciso (¿o no?).
IV.
(Vida privada)
Un hombre griego, contando nada más que con su inteligencia y algo de experiencia (su ojos y oídos, las creencias transmitidas) determina, de una manera que aún me parece no superada, el contenido apriórico de cualquier observación, y por lo tanto de cualquier suceso. El hecho que se impone es el del cambio, la universalidad de un sistema de transformaciones que hemos dado en denominar realidad del movimiento. Si desglosamos esa intuición -la tarea de cualquier análisis, de la aplicación lógica-, "observamos" una masa o materia potencial, limitada -si no es paradoja- a constituirse como un conjunto de posibilidades, de formas que la actualizan, la ponen en obra (energeia) y perfección. No se da la posibilidad pura, como una materia no señalada de ninguna manera. La conocemos, si es que pretendemos conocerla, en alguna de las formas posibles; no puede mantenerse más que en la forma dinámica de un aspecto actual que la perfecciona y de una privación de forma futura que habrá de realizarla aún más.
La forma de esa intuición básica de la dinámica de los fenómenos es el tiempo, la ordenación impuesta en el cambio según un -imposible, circular- antes y después. Del pequeño orden (taxis) se compone el gran orden (cosmos), aunque el hombre griego no pueda pensar esta generación desde el mínimo (¿nosotros sí?).
V.
(Tarea:
a) El planeta etimológico: insistencia/existencia; expansión/impansión; ser/estar. Pertenecen a una conversación -un diálogo sobre los agujeros negros-, no a un sistema. .
b) La analítica heideggeriana, en tanto metafísica existencial/vitalísticamente orientada, recoge en términos novedosos, o colocados de un modo diferente, la delimitación griega de la inserción espacio/temporal de todo ente, en cuanto dialéctica de unidad/pluralidad: ser en el mundo/ser para la muerte.)

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