Le explico a un alumno melenudo, que se escandaliza por una frase atea que figura en el libro, que debe distinguir entre la palabra y la cosa. Que incluso existe la palabra ignorante, como bien recordamos de Guillermo de Compieux o Compiegne y su célebre prueba ontológica. En un instante se produce un revuelo en el aula de la Escuela: los sacerdotes están llegando y un grupo de alumnos vestidos de monaguillo, pero de negro rigoroso, se ponen de pie y en fila delante del encerado. Por alguna razón yo estoy en la cama, en pijama y me levanto también, por respeto, aunque tengo mucho sueño. Salgo a la calle, bajo un trecho y me lavo la cara en un reguero de agua que sale de una pared al lado de la parada del autobús, junto al semáforo. La acera está muy alta respecto al nivel del asfalto y me cuesta subir de nuevo. No hay mucho tráfico, solo una furgoneta autocaravanada a mi lado, que obstaculiza mis intentos de subir a la acera y ponerme a salvo. Al final lo consigo, sentándome y sirviéndome de los brazos, que me duelen. Aunque me he ensuciado las manos.
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