Nuestro prejuicio nos permite convertir al criminal en un amoral que ni tan siquiera sabe que los auténticos culpables de lo que hace somos nosotros, por nuestra incapacidad para seducirlo.
Nuestro orgullo nos impide pensar la posibilidad de que, simplemente, los asesinos nos observen con desprecio y que lo que más desprecien de nosotros sea precisamente nuestra “moralinidad”. (G. Luri, en The O.)
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