26 de marzo de 2011

Encomion moriae

Comencé en este mundo el día que todos los locos celebraban su convención en la ciudad. Evito incluirme por modestia. Debo aclarar que mi mundo anterior se había derrumbado por completo un par de días antes. Te encontré por la calle y te hice volver. Dudaste, aunque finalmente me seguiste. Luego entendí por qué lo primero: uno de ellos estaba allí y me endilgó la historia por n-sima vez. Si bien la historia es la misma, la mala leche siempre es nueva. Otro de ellos estaba en la barra. Pagué y salimos. El de la barra, ¿cuándo salió?, cruzó unas palabras con el del tabaco. Quién fuera un dios para escuchar esas conversaciones verdaderas! Unos pasos o segundos después el médico se nos vino de frente y nos arrojó una mirada sombría. No quiero pensar que también él... Al día siguiente, sin nada que ver, acabamos en la Asociación Benefactora de los Automovilistas "Piensa en Verde"... Hace un momento apenas, yo, sólo, cumplía con el sagrado rito de contemplar y beber (mi sacerdocio es moderado). Acodado en la barra, en una esquina a donde me habían desterrado unos ingleses muy gordos y cerveceros, miraba a los parroquianos que hablaban y no escuchaban a los músicos (hay actuaciones en el Why not los sábados por la noche). Sin embargo, yo realmente no miro. Hago como que miro. Lo finjo. En vez de observar pienso más bien en que debo contar lo que estoy viendo, que como no soy excesivamente meticuloso, a causa de mi ansiedad relatora, tampoco es mucho. Parejas jóvenes, parejas no tanto, parejas de la Guardia Civil de asueto, gente indefinible, yo mismo en un espejo.

Me doy cuenta de que en esta urbe elíptica no se encuentra una calle principal. Están las calles antiguas, nada más. Si hubiera una calle principal en ella podrían plantearse situaciones extrañas, promesas hechas en silencio y risas, abrazos furtivos y besos. Esta rilkeana delicia de puntear las conversaciones (frases de rigor) con los labios sonoros.

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Quien me conoce sabrá leer qué esconde lo frívolo.

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