13 de junio de 2014

Por lo mismo que nos tiene que sorprender el lenguaje ajeno, tanto más extraño cuanto se le abstrae de los contextos desde juega, como un arte de ventriloquía - se habla más que hablan-, por eso mismo nos tiene que desazonar lo que nosotros decimos: una irresistible impresión posterior de tontería de la que no llega a librarnos ni la tentación irresponsable del anonimato: tenemos diáfano que somos los hablantes en el mismo instante en que pronunciamos la duda. Loquor, ergo nescio.

Lo que dicho por otros suscita curiosidad y ganas de conocer en juego, dicho por nosotros provoca el deseo de volverse avestruz.

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