12 de marzo de 2010

M. el de A.

No sé qué será al final de este hombre que no conozco, y que no soy yo a pesar de que las iniciales coincidan. Él es fuerte y está enfermo. Yo no sé cómo estoy, pero soy muy frágil. Hiperestésico, inseguro. Ahora escucho a Chuck Berry, en un programa de Flor de pasión que tengo grabado de este verano pasado. Me imagino que todo fuera tan certero para mí como eso: escucho a Chuck Berry cantando Johnny B. Goode. No sucede así, qué le vamos a hacer… Él es fuerte y está enfermo, muy enfermo, y tiene la constancia de los que miden el tiempo con un agradecimiento continuado. Si son capaces de expulsar la rabia. (El padre de Ch. B. era diácono en el templo baptista de Saint Louis.) M. de A. es de esta pasta. Humilde, atractivo (de los que se llevan de calle a las mujeres), alguien que ha aprendido en la calle (pero se ha licenciado, por obligación no vocacional, en una de las carreras más difíciles: en F., que no es Filosofía, naturalmente. Pero él trabaja ahora en lo mismo que yo, aunque está de baja por su enfermedad.) Así que bien os podéis imaginar que es todo lo contrario de mí: que soy orgulloso, nada atractivo y que temo las calles. Confío en que este hombre al que no conozco, y cuyos éxitos pasados admiro con simpatía, supere el trance difícil en el que lo ha puesto la enfermedad. Confío en que su fuerza, que envidio, le ayude, y que llegue algún momento en que me tome alguna cerveza con él (El hombre guapo con ojos marrones, o algo así canta Ch. B.) y le diga hace unos años supe de ti cuando estabas muy mal y un amigo común me hablaba de ti y de tus andanzas por A. Que no es mi pequeña ciudad, en la que nunca pasa nada, fuera de las extrañezas climáticas de este invierno tan oscuro del año 2010.

***

No hablo de mi padre, aunque podría. Él guardaba silencio, así que no te extrañe que yo me sienta en la obligación de compensar su déficit de palabras (no su exceso de amor). Pero de veras que no hablo de él, sino de las madres que dicen, que decían, que de pequeños nos conformábamos con lo que hubiera. Cuando había que comer, comíamos; cuando tocaba bañarse, nos bañábamos. Así siempre, acordando nuestra persona a lo que venía. Los viejos llevan una existencia patética (sufrida). Les duele todo, padecen con la misma incomprensión de los niños, van perdiendo poco a poco y sin regreso posible toda su fuerza e independencia, no les entendemos. Pensamos que son egoístas, y quizás lo sean. No queremos pasar por lo que ellos pasan, tememos la vejez, la enfermedad y la dependencia más que la misma idea de la muerte. Qué experiencia terrible, más para los otros que para ellos que lo sufren, seguramente, qué horror el de perder la capacidad de reconocer a los tuyos con tus nombres e identidades. Lo que las madres decían, ya no lo pueden decir, no lo van a volver a decir nunca. Los padres están enfermos. Luego, según ley de la naturaleza, mueren. (Mueren los hijos y un infierno se ha instalado en la tierra para los padres. Cualquier padre desearía un instante de piedad divina, y que él no tuviera que ver eso. Yo desearía esa piedad divina. Pero no me la des, Señor, no fijes los ojos en mí. Aleja de mí los malos pensamientos, esas sombras que no van con la luz que anega el mundo, Tu mundo. Yo, que he visto a mis padres muertos, hace no tantos años y hace un mundo, yo me atrevo a pedir la piedad que me da miedo.) Mueren los padres y no queda más que lo que queramos hacer de ellos. Después de callar, de perder los recuerdos y los nombres de los suyos, o después de haber guardado un silencio obligado toda su vida, porque así lo quiso la naturaleza. Después de haber guardado una discreción sin reconocimiento, también---

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