Pues no. Casi no se está de ninguna manera en lo que se escribe, que viene solo y sin pedir permiso: queda como un objeto desprendido de una individualidad bastante miserable y enfermiza. El tiempo está ocupado, en su mayor parte, por la reiteración de estúpidas obsesiones (y esto es un doble pleonasmo). En su parte salvable, escasa, pretendemos la repetición ideal de experiencias del saber que admiramos. En eso sí que somos como un perro fiel al que le arrojan un libro y menea el rabo, aunque no cualquier libro.
Si un apestado pudiera escribir no se expresaría con mayor claridad y dolor que nosotros: reducidos a contemplar y tocar el único amor que no es ingrato, su piel seca -no siempre-, su rostro de letras y un perfume suave otorgado por el tiempo. Como en la vida, aquí preferimos un amor que no haya sido de otro; al contrario que en la vida, no importa dar el primer paso; en el extremo de la vida, es la letra la que nos salva de lo precario. Entonces: si, como objeto, la escritura resta después de la muerte, hecha lengua pura, me pregunto por qué se ha de creer, con toda la inmodestia, que ahora mismo la voz sea nuestra, que me sea otorgado el uso de la primera persona, y las consecuencias efectivas: creación, autoría, responsabilidad por lo escrito, verdad y ficción/mentira...
Definitivamente no: la lengua es un dios que juega como un niño.
Y no se está en lo que se escribe, porque no se está en ninguna parte.
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