Hay un cuadro* estupendo de Honoré Daumier en el que se ve, situados en la ladera de una montaña, a una serie de personajes habitando en su tonel correspondiente; alguno saliendo del tonel y asomando la cabeza al día, tocado con un gorro que recuerda al de los locos de la época; otro, como el del primer plano, situado tan ricamente dentro del espacio de su "vivienda", como diciendo que, por amplias que fueran las glorias del mundo, nunca lo son tanto como su vida.
A mí me llama la atención la imagen, cuyas interpretaciones académicas desconozco -pues se trata de una imagen que he visto casualmente al hojear el libro recién adquirido-, por la posibilidad que ofrece al observador, de considerar la existencia de una sociedad de sujetos islas, viviendo en la naturaleza mínimamente adulterada, sin excluir un orden que reproduce el de (o es reproducido en) las áreas suburbanas ricas de las ciudades modernas. Cada uno de estos hombres es y vive para sí; i. e., está en lo que tiene que estar, ocupado en su existencia y en ninguna cosa más. Sin embargo, dentro de la placidez de la representación, hay una cosa que desentona o que provoca el malestar: un leve giro rotatorio de los toneles podría deshacer toda la paz de la vida, puesto que los toneles, bien dispuestos, en paralelo y mirando hacia abajo, a una distancia prudente unos de otros, en el caso desgraciado de que se movieran sobre su eje, digo, rodarían por la pendiente de la ladera, estrellándose sin remedio y dejando la montaña vacía.
*Es una litografía.
(Vid. Bracht Branham/Goulet-Gazé (eds.), Los cínicos, Seix Barral, 2000, pp. 484-485.)
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