17 de junio de 2007

Anexo II

Un conjunto de obras, por muy rigurosa que hubiera sido la selección, no puede ser el causante de un pronunciamiento definitivo sobre la calidad de la cultura. Pensar así no puede representar más que un acto de ingenuidad o de mala fe; que sería simétrico, aunque de signo contrario, a la creencia en la bondad de un determinado corpus de escritura. Ni un extremo ni otro: una lectura crítica que ha sabido deshacerse de un canon normativo, que conoce los juegos y trampas, inexorables, de la retórica y del lenguaje; del lenguaje como institución retórica; libre de los encantos de una semántica objetivista o socialmente fundada; una lectura de esa forma, exenta de ingenuidades, encuentra en la construcción de unos textos que se desplazan de la ficción a la realidad empírica, y a la inversa, una posibilidad no cumplida, juntamente con todo lo que sí se está ofreciendo. La deuda no hay que exigírsela sólo a la (auto)ficción. También los textos más dura y puramente memorialísticos (Castilla del Pino, Caballero Bonald; entre los prestigiosos, y con todas las reservas que cabe hacer sobre el estatuto intratextual de la memoria) se escriben en la misma clave del relato de emancipación retrospectivo, esto es, a partir del mismo mecanismo de la escritura de la ilusión: queriendo convencer del sentido de la responsabilidad, que antes de entrar a formar parte del relato a medias imaginado (autoficción, autobiografía inventiva) era la sustancia verdadera de la vida en ciernes, cualesquiera que fueran las aventuras particulares: educativas, políticas, conspiradoras, familiares, etc.

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