La escritura canónica se arriesga a perderse en el tiempo, y con el tiempo. Entra a formar parte de la misma ilusión retrospectiva que confunde al narrador de la historia con el control libre y entero que efectúa el Autor sobre los actos de su vida (la Obra, la energeia aristotélica).
Trasladada la ilusión al plano lingüístico, se configuraría como el ideal de una proposición de lógica pura que desplegara -evidencia máxima- todos los predicados del sujeto. Esta claridad representa un ideal, el símbolo divino, según escribiera Ortega en El tema de nuestro tiempo (cap. X, "La doctrina del punto de vista"). En el caso de la historia, esta idealidad traza un imposible, una vez que reconocemos la propensión al juego y la reflexividad consiguiente de las perspectivas y conductas humana, y también su tendencia a participar en escenarios de intereses: las ideas habrían encontrado su descanso eterno y merecido en las "ideologías"; sin que quepa pararse en un determinado lugar del camino, para considerar que "ideología" son los puntos de vista de los otros. Esta mala fe ha periclitado. Desde Karl Mannheim (Ideología y utopía) conocemos públicamente que también la crítica declarada de las ideologías constituye una ideología. Que el saber eso permanezca implícito es lo de menos: a partir de Conocimiento e interés de J. Habermas hemos ido advirtiendo igualmente la existencia de una trinidad nada santa -tan humana que es- de intereses que gobiernan trascendentalmente el conocimiento, científico-técnico, normativo, y también el conocimiento histórico: sea que éste se vuelque hacia la reconstrucción del pasado (historia y memoria; pero también Memorias y (Auto)biografías, en tanto acotaciones personales -genéricas y concretas- de ese interés), sea que mire hacia el futuro, bajo la forma de una sociología crítica, anticipadora y que no renuncia al relato de liberación ni a la condición sagrada de la utopía (ahora entregada a tareas seculares).
Si las cosas ocurren de esa manera, la publicación de un canon textual no hace más que inscribir en la misma historia que reconstruye la ilusión que la ha gobernado desde siempre: la de una verdad que los textos han de revelar (des-ocultar), allí donde más le duele al sujeto, o donde se ha establecido que debe encontrase el núcleo del mal, de la enfermedad histórica. El riesgo es evidente: los textos se podrán perder con el tiempo, fragmentos que son nada más de una obra mayor -la de la verdad hecha palabra en el tiempo-, pero el canon tendrá que tenerse, en sí y para sí, como una obra más que perpetúa la ilusión, y que será capaz de engendrar (hecho saber académico) textos nuevos en los que reconocerse.
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