"Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban —290→ ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora... "
El prisionero, nuestro viejo contemplador de sombras, carente de un método que le haga sobrepasar el saber de los ídolos, adorador -idólatra- de objetos fetiches, paseante por galerías o por calles, se retrata aquí, en este pasaje de Galdós. La prisionera, ella, tentada por el abigarramiento de la mercadería, aunque ahora va distraída en busca de su objeto: el niño sospechado del vientre de su rival.
El error consiste en esta pasividad y dejarse ir de la mirada, que no es natural, porque Jacinta podría contemplar activamente aquello con lo que se va encontrando. Si volviera a empezar, si saliera a otra calle, la pobre Jacinta podría ver lo que es, hasta las mismas mercaderías ofrecerían un orden increíble.
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