Se pregunta I. Carrión, en una de las entradas de su diario, de hace treinta y cinco años, que para qué se escriben diarios. ¿Para qué? Que nos repitamos la pregunta, unos y otros, no señala a ningún buen puerto de nuestras esperanzas: nos movemos, sin saber por qué ni a dónde.
Debió suceder hacer cuatro o cinco siglos, no mucho más, cuando surgieron fuerzas poderosas que hoy (nuestra época se comprende como finalización) producen a la vez un mundo global y una pérdida del sentido de ese mismo mundo. Las gentes del tercer estado accedieron a la letra y a la palabra: para poder realizar cada uno su vocación personal de eternidad y decir y redecir "yo soy", hasta gastar la palabra ser y volverla de la experiencia contrastable a la ficción soñada, del mundo claro de un dios a las asechanzas insomnes de un diablo---
No digo que esto sucediera realmente así, pero me gusta imaginarlo: imaginar una realidad llena para mi ser vacío: hace frío y yo tengo frío, las rodillas doloridas---
Claro que no debemos tomarnos demasiado en serio: entregados a la escritura pública (notarios del anónimo existir) propendemos a la invención casi tanto como al pudor. De ahí el valor de lo que yo quisiera imaginar como el largo aliento de I. C., pensando en sus diarios no publicados que algún día habrían de ver la luz: pensando yo en la crueldad y más que posible certeza de sus juicios políticos (¡cuánta mezquindad!), que quizás no fueran menos certeros ahora, con otra verdad distinta de la que el progresismo algo ingenuo (suyo y de la época) le permitía a I. C.
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