27 de enero de 2008

La confesión, o los nuevos procesos

"Para combatir el terrorismo hay que comprenderlo"

Esta cita, que encabeza el artículo de Juan Cruz, sobre la intervención autocrítica del politólogo/político canadiense M. Ignatieff en Cartagena de Indias, contiene una falsedad que puede ser justificable si pretende llamar la atención. Una falsedad que nace de la confusión entre lo que significa "comprender" y lo que significa "explicar". Los significados son construidos por los seres humanos, ciertamente, y los diccionarios se aprestan (más o menos rápidamente) a recoger los usos lingüísticos. Esto lo saben y lo ejercitan muy bien los políticos, que intentan traducir su poder ejecutivo en realidad lingüística (en realidad del mundo, en ontología).

Ciertamente, pero por mucho que se acepte la relatividad situacional de los significados, no se debe prescindir, si se quiere rigor y efectividad de pensamiento (y de acción), renunciar a las distinciones, a los cortes significativos en los usos de las denominaciones que adjudicamos a los acontecimientos. Porque justamente, "comprensión" sí que significa "perdón", contra lo que dice Ignatieff en la cita que pongo al final. Por lo menos "comprensión" designa el inicio del perdón, o el gesto de la intención. El incipit de la justificación, también. Aunque comprendo (sí, yo también comprendo) que hablar de "explicación" en estos asuntos no entrañaría una gran diferencia: que "explicar" no queda tan lejos de "comprender", de justificar y de perdonar, y a otra cosa. Vale: no es necesario sacralizar una distinción propia de la batalla académica de las ciencias del espíritu (explicar Vs. comprender), y querer imponerla como plantilla analítica para los acontecimientos. Vale. Pero me parece que estos ejercicios autocríticos, que giran en torno a palabras, tanto como alrededor de la confesión (cristiana antes de stalinista) del error, prescinden alegremente de la única consideración moral del asunto (el terrorismo), que gira (ahora) sobre la decisión plenamente consciente de alguien (que sabe lo que hace, y para lo que lo hace) de utilizar el recurso de la muerte ajena (la propia también, si hace falta) para optimizar su propia cuenta de resultados. Quien emplea el terror (da igual el diagnóstico de psicopatía o de moralidad) cuenta -me creo- con el efecto alejado de su "mensaje": después del miedo, del terror de la sangre y de los cuerpos despedazados, del dolor, cuenta con la confusión subsiguiente de las palabras, con la cobardía y con la tibieza de las razones. Por eso, y por más, se puede tener en el altar a Jean Améry (o Hans Mayer) y su decisión de no querer perdonar a quien le ha dañado hasta los fondos del alma (dañado a él, y a quien no es él: inocentes, todos). Es decir, que perdonar al malvado me parece una duplicación infame de la maldad: un cristianismo de la peor especie. Esto no tiene nada que ver con el resentimiento, sino con la claridad mental: con tomarse en serio que nuestra condición no es angélica, que el mal existe, y también la decisión de ejercerlo.

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"Para combatir el terrorismo hay que comprenderlo. Uno no puede derrotar lo que uno no comprende. Comprender no es perdonar. Para ganar hay que comprender. Cuando se demoniza a los terroristas es cuando se empieza a perder la batalla. Si se comprende por qué se está peleando uno puede empezar a ganar. El Estado ha de combatir el terrorismo con una mano tras la espalda. Cuando uno se aleja del Estado de derecho destruye lo que uno trata de defender. " (Ignatieff, en la confesión)

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