Un domingo por la tarde, a finales del mes de enero de mil novecientos cincuenta y siete el hombre sin voz (aunque el silencio le había permitido no participar, años antes, en el ruido ensordecedor de las armas, y adivinarlo todo por el olor de la pólvora en el ambiente, o por los rostros y gestos de los demás) subía solo y trabajosamente por el camino de tierra que iba rodeando la montaña. Notaba que hacía calor esa tarde. De lo que no cabía duda alguna era de que debía examinar todo el terreno antes de que sus ojos entraran definitivamente en la zona de sombra (conocía que esto iba a pasar, más pronto que tarde), en la línea tras la cual desaparecía el mundo, y no se podía saber -¿para qué intentar determinarlo?- si era el tiempo el agente del abandono o era, más bien, la persona la que se dejaba ir y lo dejaba todo. Necesitaba, lo percibía, algunas evidencias, que todavía no le podía dar el hijo pequeño, que no era yo. Y, a partir de ahí, construir, y no olvidar nada: volver sobre sus pasos, si lo consideraba necesario, examinar su vida y su silencio, dejar que sus ojos se entregaran a la luz y el aire, antes de la noche que extingue la claridad.
Nota: se me queda, lamentablemente, como un ejercicio escolar, uno más, lo que ayer tenía bastante claro: la repetición de la experiencia, la vocación, la necesidad de poner orden en las representaciones de que va conformando la experiencia vital, la reflexión que se refiere al tiempo personal, y también al pasado y al futuro. Seguramente sucede que en el ámbito de esta reflexión complicada -confusa en el contenido mismo, desordenada-, que se anuda inmediatamente en una especie de emoción que embarga el ánimo, se piensa uno que puede sobrevolar(la) por encima de las palabras, y no es así. Aunque no se pretendía ese excederse inhumano (Dios nos libre), sino más bien lo contrario: la conversión de la intuición inmediata a discurso, dejando para después (¿para cuándo?) la cuestión correspondiente al lugar de Dios en el programa reflexivo: a) garante de todo, de mi mente y mi exterioridad, como superidea y superrealidad, o b) como niebla que induce a la fe inefable en los cielos del norte de Europa, cuando caen por la actual Kaliningrado (¿se llama así ahora, en 2008?).
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(Lo mineral y la muerte)
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