Durante un tiempo mantuve la ilusión de ir escribiendo mis notas en una libreta vieja, de hojas amarillentas, que encontré en el desván. A trechos, había en aquellas páginas olvidadas algunas frases que alguien (¿yo?) había escrito en una época anterior de mi vida. Como cosas sin sentido, las tenía que ir borrando ahora, sin saber muy lo que hacía ni por qué. Me llevaba por la inercia, lo que es una manera de confesar que realmente no hacía nada. Sólo que el miedo o el frío se iba adueñando cada vez más de mí y de mis intenciones: al escribir y tachar las frases de mi tiempo olvidado, no era el lenguaje el que era modificado o hecho desaparecer, sino yo mismo con mis intenciones, arrojándome al olvido contra mi pretensión de hacer lo contrario.
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De una forma incomprensible, el ser que actúa (en el presente doble del espacio y el tiempo, del lugar e instante concretos, ostensibles) se rinde, derrotado por sí mismo más que por los acontecimientos, y va viendo pasar los hechos suyos como hojarasca seca: lo mismo que hace, cuando lo hace, y ya separado de sí mismo.
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