Uno de los estropicios de la colonización inglesa (pero no solo inglesa) ha sido el de la destrucción del paisaje, del relieve, el arbolado y las formas del terreno. Quien lo tiene todo, menos el sol, quiere más, desea hacerse naturaleza, ser lo mismo que naturaleza y cobrar su fuerza. Lo que no es su persona, su conciencia que paga y manda, le sobra: el supuesto primitivo, colonizado, civilizado podrá, con justicia cabal, devolver su razón propia a la barbarie del ocupante, contra su barbarie extraña. Pues ¿qué necesidad hay de hacer desmontes, de aplanar oteros, de cortar árboles para amurallar la parcela rácana del vanidoso con dinero? Echando abajo un tajo del cerro en el que descansan inmemorialmente los ojos, induciendo el asco del que ve que a su mirada le han quitado una parte, la voluntad poderosa del colono pensará que ha hecho algo efectivo, y lo que está, lo sepa o no, es labrando metódicamente la destrucción. Por esta razón, o lo que querría ser una mostración de razón y afecto unidos, a lo que es más grande que uno (padres y tierra), comprendemos al que se tiende boca abajo delante de la máquina que va ensanchando los caminos, y pone el precio de su vida por debajo, muy por debajo, de lo que realiza el valor de sus ojos y de su memoria. Tiene algo incondicional en sí, en su corazón. Aunque su empeño sea quijotesco y un poco imprudente, porque el ensanchar caminos es de sentido común y no puede ser malo, yo le respeto. Aparte de por otras razones: es un vecino y le estoy agradecido por ciertas cosas pasadas y queridas---
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