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7 de diciembre de 2007
Ebúrneos desvanes
(Variaciones)
Le sucede siempre lo mismo en estas fechas: no sabe lo que hacer con su tiempo. Desde su ventana mira ahora la oficina en la que trabaja, el sitio en el que ahora no está. Al otro lado de la calle, muy cerca, mirando de soslayo. Odia ese lugar de desprecio de la humanidad, pero no sabe lo que hacer estos día sin ocupación. Salir a la calle y ver el sol. Sí. Pero el sol cansa. Podría escribir, incluso, que el buen tiempo le cansa, quizás porque le recuerda lo inadecuado de su posición en el mundo, como un ser que desperdicia mucho, demasiado, su tiempo. Así van pasando los años, uno detrás de otro, acumulando temor, la muerte cada vez más cercana, por lo menos como posibilidad que se ha asentado en su cabeza. Le gusta pensar que si fuera un hombre adinerado, en lugar de un pobre oficinista, si fuera una persona rica que tuviera su vida asegurada, valdría más, casi, no, casi no, seguro que su valor crecería, muerto que vivo, socialmente estaría más considerado, pues gracias a la hipocresía se habría hecho acreedor a las palabras de reconocimiento ajenas que tan parcas llegaron en vida a sus oídos. Que tan escasas llegaran: está pensando esto cuando va por las calles estrechas de la ciudad mediana y caótica, mirando hacia el cielo, hacia las ventanas que se encuentran más abajo y que, a veces, le dan imágenes inesperadas, como la de esos embutidos fosilizados que hay detrás de la ventana enrejada y sin cristales del segundo piso de esa casa vieja y abandonada, ésa en la que las malas hierbas se han ido adueñando del tejado, si es que no se terminan adueñando también de su alma de paseante solitario. Por esa razón no quiere permanecer demasiado tiempo fuera, por las ideas extrañas que le van pasando por la cabeza, repetitivas, absurdas, mortales. No le pasa por la cabeza, esto no, que los demás transeúntes con los que se va cruzando vayan pensando las cosas disparatadas que a él se le ocurren. Aunque no puede tener una seguridad firme de que no haya de ser así, que quizás los demás escondan detrás de la fachada del rostro muchos de sus temores y problemas, como la fachada de los edificios sirve para esconder, recién pintada, la miseria de los interiores, el odio y el frío que se va apoderando de los corazones después de que se haya ido haciendo fuerte en las paredes. ¿En las paredes? ¿Por qué ahí? No sabría decirlo: se odia el espacio igual que se acaba uno resintiendo con las personas, no contra las personas, sino conviviendo con los demás, volviendo extraña la carne, mutuamente, con pasos medidos de desesperanza y de rencor ciego y mudo. La calle. Hace sol y el aire viene tibio, pero no es para él, que ha elegido la incomodidad, la distancia y las corrientes frías. Está frente al portal: se le ha ido ocurriendo todo eso del frío de la corriente, del odio y el disconfort conforme se iba acercando a su casa. No sabe por qué. No lo piensa, puesto que conoce que lo suyo no es pensar ni aclararse personalmente las razones para poder llevar alegremente su vida, como hacen todos. Ha optado por lo contrario, a nadie puede culpar él, que conoce que se merece lo que tiene. Emprende temeroso, vencida la resistencia de la llave del portal (hay que cambiar la cerradura) la marcha por la escalera, afinando el oído por el miedo de que los vecinos salgan a la puerta de su casa y le saluden, ya que él no tendría nada coherente que decirles. Nunca entabla conversación, no merece la pena. Cada uno tiene lo que tiene. La puerta de la casa, la suya, hace chirriar las bisagras. Cierra. Sin saludar se dirige al pasillo oscuro, sorteando las sombras y la luz que se encuentra al final, sin hacer caso del eco que parece venir de la boca de esas sombras, o no. No podría decir de dónde vienen las voces y las sombras: lo ha olvidado tanto como ellos (¿quiénes?) le han olvidado a él. No les debe nada. Nadie debe nada. Es así. Un poco antes del final, absorto en el olor polvoriento que se desprende de los libros sucios, descuidados, gira a la izquierda para subir por la escalera de caracol, incómoda y peligrosa. No se encontró solución mejor, en aquel tiempo ya olvidado, para acceder al desván. Aparte de él no sube nadie a la habitación estrecha en la que rumia su venganza contra sí mismo y contra el mundo. Hace creer que lee o que escribe, aunque no le toman muy en serio lo que dice: porque no le creen a él o porque no les importa creerle. Quizás esté equivocado, pero esto es lo que él piensa. Sobre todo cuando está recostado en el sofá viejo, agujereado e incómodo. De vez en cuando se levanta, muy de vez en cuando y se dirige a la puerta que le sirve de mesa improvisada, puesta sobre una estufa vieja en un extremo y sobre una especie de cómoda en el otro, apuntalada la obra de cualquier forma, para resistir el peso de los libros que están colocados en la superficie lisa de la puerta-mesa, que sí que están ordenados aunque él sea la imagen del desorden. Se sienta delante de los libros, abre uno de ellos y es como si empezara su tortura. No entiende nada: la letra le produce ansiedad y no puede evitar recordar lo que estaba imaginando hace un rato, cuando iba por la calle. Arriba es lo mismo que abajo, dentro y apartado es igual que fuera entre las gentes. No hay acomodo. En cierto modo, dentro es peor aún: se le sobresalta el corazón cuando escucha los pasos del ama, la respiración entrecortada que él no oye pero que conoce tan bien. ¿De qué hablan cuando él no está delante? No es que le importe demasiado: él ha aprendido a despreciarlos de la misma manera que le desprecian a él: vago, soñador, iluso. Había querido encontrar luz arriba, pero la luz no viene, si no es la que sale de esa bombilla polvorienta, cuyo gasto continuado también le echan en cara, haciéndole creer que de ahí viene la ruina de la familia y todas esas cosas que no funcionan. No se le ocurre nada: ni piensa ni escribe nada útil, según lo que ellos imaginan que es lo útil y lo bueno, es decir, las monedas contantes y sonantes que regularmente fluyen y dan crédito que corre de boca en boca a las personas. Conoce que el mundo funciona así, aunque sabe que él encontrará la muerte antes de poner en práctica, personalmente, el funcionamiento del mundo.
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