4 de mayo de 2009

Coherencia

Cuando los hombres eran hombres, era patriarcal lejana y perdida, se hacían nudos corredizos con sus principios. Lo demás, los hechos, podían fallar, podían ser plenamente inconsistentes; y que la política absoluta de no hacer daño diera sistemáticamente en lo contrario, en la bola de nieve. Los principios se guardaban siempre, tornando irrespirable la vida.

Edipo, el culpable inocente, razón por la cual los griegos han de permanecer incomprensibles para nosotros sus herederos penúltimos, a no ser que en la figura del niño abandonado de los pies deformes se quiera ver la condición paradojal, trilemática o dialéctica insolvente, de la razón, Edipo que no se quita la vida, sino que se ciega, no tiene que parecernos cobarde. Tiene que parecer, al contrario, que en su gesto de rabia se encuentra una de las pocas maneras que hay para los seres humanos de concretar los principios en la experiencia de la vida. Lo eterno en el espejo quebrado del tiempo. Lo eterno, la desgracia, el designio insensato de los dioses desconocidos, griegos y tan nuestros.

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