...eterno, que a unos parece abrasador y a otros de hielo, pero que a nadie deja vivir.
Hay un niño-dios que juega, al que luego matarán los hombres, pero que ahora dispone ingenuamente sus casillas y en ellas nuestros destinos, y no podemos entender las reglas.
También una tarde en la que la piedad nos alcanza, a nosotros mismos que abominamos. Pero nos decimos que no es a causa de nosotros, sino por la decencia de los muertos, de aquella su última mirada insoportable cuando aún vivos por lo que podemos soportarla y seguir con los pasos.
En esa tarde de mayo que parece de un estío mortal se guardan las lágrimas, que asoman al día siguiente intempestivas, cuando a una pregunta conveniente sólo opones tú una súplica muda.
(Ah, el viejo orden de las cosas y sus razones adecuadas. Así debe ser, así sea. Huyendo de la piedad encontramos la naturaleza y a nosotros en ella encasillados, por el hasard de los dedos del infante dios que se entretiene. Seguimos sin comprender.)
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